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La palabra “intimidad” deriva del latín intimus, es decir “lo más interior”, “el fondo de”, de donde proviene intimare (“llevar dentro de algo, dar a conocer”); ello nos recuerda que aludía, más que a la cercanía emocional, a la voluntad de comunicar algo con franqueza.

Hace poco tiempo vi el poder de la intimidad en una compañía manufacturera de alta tecnología. Antes, cualquier pregunta sobre las necesidades de la clientela tenía que pasar por ventas. Ahora, un grupo se reúne regularmente para tratar un proyecto: el diseño, construcción e instalación de una fábrica perteneciente a uno de sus principales clientes. El cliente hizo un requerimiento singular y  complejo: desarrollar un grupo de robots interactuantes que “leyera” el trabajo de los demás a medida que el producto se desplazara por la cadena de montaje. Como los miembros del equipo habían pasado un tiempo aprendiendo a conocerse, sabían cuándo escuchar las preguntas y opiniones de los demás. No hacían promesas que no pudieran cumplir. Cuando conversaban por separado con el cliente, no se contradecían; cuando había malentendidos o desacuerdos, podían investigarlos sin sentirse paralizados. Formaban una unidad consagrada a servir a la clientela, no un grupo de ególatras y “expertos” rivalizando por el reconocimiento y el control de la situación.

En las organizaciones la intimidad comienza con el compromiso de conocer a la gente que está detrás de la máscara de un título, un puesto o función. Los integrantes de un equipo donde reina la intimidad conocen las predilecciones de los demás. Exponen con franqueza sus creencias, sentimientos, pensamientos y aspiraciones. Saben equilibrar la indagación con el alegato; esta habilidad resulta más fácil de adquirir y practicar cuando existe un nivel mínimo de intimidad. Si uno dirige un grupo donde hay intimidad, puede obtener más lealtad de la que se gana con una mera posición de autoridad. También obtendrá mayor continuidad, pues los empleados que se sienten valorados suelen quedarse en la organización.

Para generar intimidad, converse de una manera que la induzca. Ello no significa entrometerse en los secretos, transgredir los límites del decoro ni husmear en asuntos privados. La intimidad no procura presionar a nadie para que se revele los detalles de su vida personal ni sus deseos personales. Lo que cuenta son las opiniones verdaderas sobre una idea, sus incertidumbres y nuestras opiniones sobre los fracasos propios y ajenos y las “vacas sagradas”. Si alguien manifiesta disgusto o desinterés, en cierto asunto, pregúntele el porqué. Si alguien nos pregunta, respondamos con franqueza. Los ejercicios de visión compartida también generan una atmósfera de intimidad: cuando nos interesa profundamente la concreción de un propósito común, reconocemos la necesidad de las aportaciones de la demás.

Aunque la intimidad ofrece una rica sensación de participación, también implica vulnerabilidad. Cuando alguien explora los modelos mentales y su visión y valores personales, queda “expuesto” mental, emocional y socialmente. No dispone de libertad para hacer las cosas a hurtadillas, para retener información, para fingir que sabe algo que no sabe, o para proponer ejecutar normas que lo favorecen a costa del equipo. La intimidad requiere que seamos dignos de confianza, porque sabemos que un propósito común nos une al equipo. La falta de confianza que prevalece en la mayoría de las organizaciones no es la causa de la falta de intimidad, sino un síntoma de ello.

Muchos directivos dudan del valor de la intimidad y de su capacidad para afrontarla. “¿Cómo puedo entablar intimidad con toda la gente de mi equipo – se preguntan-, cuando no tengo tiempo para hablar con todos los nuevos?”. Puede requerir más tiempo y atención al principio, pero pronto permite ahorrar tiempo. La gente que se entiende íntimamente desperdicia menos esfuerzos. No tiene que corregir errores provocados por decisiones precipitadas ni escribir memorandos para protegerse de los ataques de sus colegas. La calidad de las decisiones mejora, gracias a la franqueza y la fidelidad a un propósito común. Si hay menos personas para realizar más tareas, la supervivencia del proyecto a menudo depende del nivel de intimidad.

Algunos ejecutivos temen que esta actitud pueda provocar malentendidos sexuales. Otros temen el racismo, o incómodas desavenencias. Pero la intimidad no equivale a sexualidad en el lugar de trabajo, ni significa dar rienda suelta a los impulsos emocionales. La gente que tiene experiencia con la intimidad sabe que expresar los sentimientos es una aptitud como cualquier otra. Mejora con la práctica. En el trabajo es posible expresar una amplia gama de sentimientos, desde el interés genuino que reservamos para los amigos hasta el respeto por los colegas que contribuyen a crear un producto o servicio. Sea como fuere, los empleados menores de 50 años parecen sentirse más cómodos con esta clase de expresión. En muchos casos, la exigen. Una organización que desee atraer a los mejores no tiene más opción que permitir la manifestación de sentimientos humanos en el lugar de trabajo, reconociendo a la persona como una totalidad, no sólo como una función.

Charlotte Roberts
La quinta disciplina en la práctica