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Jim Boswell, un amigo nuestro que se crió en una granja, comenta que los niños del campo aprenden naturalmente acerca de los ciclos de causa y efecto que constituyen los sistemas. Ven el escalonamiento entre la leche, la hierba que come la vaca y el estiércol que fertiliza los campos. Cuando una tormenta se cierne sobre el horizonte, aún un niño sabe cerrar la compuerta de un pozo de agua, sabiendo que si se estropea tendrán que hervir el agua, o transportarla en cubos desde lejos. Acepta sin dificultad un dato que es contrario a la intuición: las mayores inundaciones constituyen el momento en que más se debe cuidar el agua.

En la vida de las organizaciones abundan estas paradojas. El momento de mayor crecimiento es el momento de planificar para tiempos difíciles. Las medidas más productivas pueden ser las que más consuman nuestros recursos. Cuánto más luchamos por lo que deseamos, más conspiramos contra las posibilidades de conseguirlo. Estos principios sistémicos no son importantes en sí mismos sino porque representan un modo más fructífero de pensar y actuar. Para incorporarlos a nuestra conducta se requiere lo que David McCamus, ex Gerente General de Xerox Canada, llama “visión periférica”: la capacidad de enfocar el mundo con una lente de ángulo ancho, para ver como nuestros actos se relacionan con otras esferas de la misma actividad.

Un Idioma universal

Aunque muchos consideran que el pensamiento sistémico es una magnífica herramienta para resolver problemas, consideramos que es más potente como lenguaje, pues expande nuestro modo de abordar los problemas complejos. Las construcciones sujeto-verbo-objeto de la mayoría de los idiomas occidentales (donde A causa B) tornan difícil hablar de circunstancias donde A causa B, mientras B causa A, y ambos se relacionan continuamente con C y D. Las herramientas del pensamiento sistémico – diagramas de ciclo causal, arquetipos y modelos informáticos – nos permiten hablar con mayor soltura de las interrelaciones, pues se basan en el concepto teórico de los procesos de realimentación. La estructura por la cual los elementos de un sistema se  “alimentan” con una influencia e información recíprocas puede generar crecimiento, producir decadencia o moverse naturalmente hacia un estado de equilibrio.

Sabemos que “hablamos” con fluidez el idioma sistémico, como dice nuestro colega Michael Goodman, “cuando se convierte en la segunda naturaleza, cuando nos descubrimos pensando de esa manera, cuando no hay que traducirlo a un círculo causal o un arquetipo de nuestro idioma para entenderlo”.

Daniel Kim, director de The Systems Thinker, señala que en algunas organizaciones multinacionales donde no todos son hablantes nativos del mismo idioma se usan diagramas de arquetipos, con los elemento descritos en el idioma de cada participante, para deliberar sobre temas complejos. Aunque no entiendan las palabras de los demás entienden que todos ven estructuras comunes.

En Federal Express, el trabajo con pensamiento sistémico en un laboratorio piloto de aprendizaje ha permitido mejoras sin precedentes en la relación con muchos clientes. Estos empezaron a notar que los representantes de Federal Express eran más abiertos, más serviciales, más capaces de resolver problemas estratégicos. “No hubo un cambio drástico de política – dice Pat Walls, un funcionario de la empresa que coordina el proyecto del laboratorio de aprendizaje.

Cuando se examinan las historias, se ve que este cambio surgió de cientos de pequeños detalles que cada individuo hacía a su manera. Es como esa vieja expresión: “Somos lo que comemos”. Si comenzamos a pensar de otra manera, vemos las cosas de otra manera. Todos nuestros actos comienzan a cambiar”.

Si el cuerpo humano es “lo que comemos”, nuestras organizaciones se convierten en las historias que nos contamos a nosotros mismos. Cuando se instituye la práctica de pensamiento sistémico, idealmente mediante combinaciones complementarias de las herramientas que describimos en esta parte del libro, terminamos por contarnos historias diferentes. Si estas historias son creíbles y resonantes, cambia la comprensión colectiva de la organización, y luego de sus operaciones.

 

Tomado de “La quinta disciplina en la práctica” de Peter Senge.

¿Se puede crear una organización con calidad sin crear una organización con capacidad para el aprendizaje? Desde luego, se pueden mejorar los procesos sin recurrir a las disciplinas del aprendizaje, pero cuando las organizaciones pasan del mejoramiento de procesos a enfoques más esenciales, desarrollan avidez por aprender. Sus modos de pensar e interactuar varían. Comienzan a ver las disciplinas del aprendizaje como una pieza faltante que necesitaban sin saberlo. Comprenden que el trabajo sobre la visión y los valores, por ejemplo, puede brindar un contexto más significativo a sus proyectos de calidad.

Con frecuencia, el síntoma de que algo falta se manifiesta primero como una queja: “Nuestro programa de calidad no funciona”. Lo cual significa: “Los resultados, después del éxito inicial, no son lo que esperábamos”. Es difícil encontrar un culpable, pues la premisa central del movimiento de la calidad es que el 95 % de los problemas suceden por culpa del sistema. Pero la enésima vez que un ejecutivo oye que todo es culpa del sistema, responde con desaliento: “Es decir que es culpa nuestra. Pero nosotros personalmente en este programa. ¿A dónde fue a parar tanto trabajo? Tengo que recobrar todo el dinero que hemos invertido”.

En los últimos años, varios clientes nos han pedido que les ayudemos a recuperar algo de lo que han puesto en sus estancados proyectos de calidad. Hemos descubierto que hay siete características comunes a los proyectos de calidad que fracasan. Al principio parecen irrelevantes, pero pueden tener grandes repercusiones, y todos sus efectos se refuerzan mutuamente.

1. Falta de un modelo mental compartido de calidad

2. Carencia de valores compartidos y visión

3. Acatamiento en vez de compromiso

4. Paredes de hormigón

5. Enfoque no sistemático en la ejecución

6. Liderazgo transformador

7. Incapacidad para el aprendizaje colectivo

Charlote Roberts, Suzane B. Thomson para la quinta disciplina en la práctica

 

La palabra “intimidad” deriva del latín intimus, es decir “lo más interior”, “el fondo de”, de donde proviene intimare (“llevar dentro de algo, dar a conocer”); ello nos recuerda que aludía, más que a la cercanía emocional, a la voluntad de comunicar algo con franqueza.

Hace poco tiempo vi el poder de la intimidad en una compañía manufacturera de alta tecnología. Antes, cualquier pregunta sobre las necesidades de la clientela tenía que pasar por ventas. Ahora, un grupo se reúne regularmente para tratar un proyecto: el diseño, construcción e instalación de una fábrica perteneciente a uno de sus principales clientes. El cliente hizo un requerimiento singular y  complejo: desarrollar un grupo de robots interactuantes que “leyera” el trabajo de los demás a medida que el producto se desplazara por la cadena de montaje. Como los miembros del equipo habían pasado un tiempo aprendiendo a conocerse, sabían cuándo escuchar las preguntas y opiniones de los demás. No hacían promesas que no pudieran cumplir. Cuando conversaban por separado con el cliente, no se contradecían; cuando había malentendidos o desacuerdos, podían investigarlos sin sentirse paralizados. Formaban una unidad consagrada a servir a la clientela, no un grupo de ególatras y “expertos” rivalizando por el reconocimiento y el control de la situación.

En las organizaciones la intimidad comienza con el compromiso de conocer a la gente que está detrás de la máscara de un título, un puesto o función. Los integrantes de un equipo donde reina la intimidad conocen las predilecciones de los demás. Exponen con franqueza sus creencias, sentimientos, pensamientos y aspiraciones. Saben equilibrar la indagación con el alegato; esta habilidad resulta más fácil de adquirir y practicar cuando existe un nivel mínimo de intimidad. Si uno dirige un grupo donde hay intimidad, puede obtener más lealtad de la que se gana con una mera posición de autoridad. También obtendrá mayor continuidad, pues los empleados que se sienten valorados suelen quedarse en la organización.

Para generar intimidad, converse de una manera que la induzca. Ello no significa entrometerse en los secretos, transgredir los límites del decoro ni husmear en asuntos privados. La intimidad no procura presionar a nadie para que se revele los detalles de su vida personal ni sus deseos personales. Lo que cuenta son las opiniones verdaderas sobre una idea, sus incertidumbres y nuestras opiniones sobre los fracasos propios y ajenos y las “vacas sagradas”. Si alguien manifiesta disgusto o desinterés, en cierto asunto, pregúntele el porqué. Si alguien nos pregunta, respondamos con franqueza. Los ejercicios de visión compartida también generan una atmósfera de intimidad: cuando nos interesa profundamente la concreción de un propósito común, reconocemos la necesidad de las aportaciones de la demás.

Aunque la intimidad ofrece una rica sensación de participación, también implica vulnerabilidad. Cuando alguien explora los modelos mentales y su visión y valores personales, queda “expuesto” mental, emocional y socialmente. No dispone de libertad para hacer las cosas a hurtadillas, para retener información, para fingir que sabe algo que no sabe, o para proponer ejecutar normas que lo favorecen a costa del equipo. La intimidad requiere que seamos dignos de confianza, porque sabemos que un propósito común nos une al equipo. La falta de confianza que prevalece en la mayoría de las organizaciones no es la causa de la falta de intimidad, sino un síntoma de ello.

Muchos directivos dudan del valor de la intimidad y de su capacidad para afrontarla. “¿Cómo puedo entablar intimidad con toda la gente de mi equipo – se preguntan-, cuando no tengo tiempo para hablar con todos los nuevos?”. Puede requerir más tiempo y atención al principio, pero pronto permite ahorrar tiempo. La gente que se entiende íntimamente desperdicia menos esfuerzos. No tiene que corregir errores provocados por decisiones precipitadas ni escribir memorandos para protegerse de los ataques de sus colegas. La calidad de las decisiones mejora, gracias a la franqueza y la fidelidad a un propósito común. Si hay menos personas para realizar más tareas, la supervivencia del proyecto a menudo depende del nivel de intimidad.

Algunos ejecutivos temen que esta actitud pueda provocar malentendidos sexuales. Otros temen el racismo, o incómodas desavenencias. Pero la intimidad no equivale a sexualidad en el lugar de trabajo, ni significa dar rienda suelta a los impulsos emocionales. La gente que tiene experiencia con la intimidad sabe que expresar los sentimientos es una aptitud como cualquier otra. Mejora con la práctica. En el trabajo es posible expresar una amplia gama de sentimientos, desde el interés genuino que reservamos para los amigos hasta el respeto por los colegas que contribuyen a crear un producto o servicio. Sea como fuere, los empleados menores de 50 años parecen sentirse más cómodos con esta clase de expresión. En muchos casos, la exigen. Una organización que desee atraer a los mejores no tiene más opción que permitir la manifestación de sentimientos humanos en el lugar de trabajo, reconociendo a la persona como una totalidad, no sólo como una función.

Charlotte Roberts
La quinta disciplina en la práctica

Autoridad: como la palabra “autor”, este vocablo se remite al griego “authentikós”, que significaba hacedor, maestro o creador. Nuestra  acepción de “autoridad” (la posesión del derecho y del poder para mandar) surge del hecho de que el creador de una obra artística o artesanal tiene poder para tomar decisiones sobre ella.

Tradicionalmente la autoridad consiste en la capacidad del Jefe para mandar y tomar decisiones. Como los directivos pueden ordenar a los demás que hacer, se los considera obligados a ser “autores” de todas las decisiones críticas, al estilo de los dictadores benévolos.

Pero en las nuevas relaciones laborales, la autoridad se comparte. Ello significa responsabilidad mutua por los mismos efectos, aunque la autoridad no esté compartida explícitamente. Como sugiere nuestro léxico, sin autoridad compartida no puede haber creatividad ni autoría compartida. Si tú y yo trabajamos juntos, nos vemos como coautores. Podemos continuar tomando decisiones individuales, pero lo hacemos en pleno conocimiento de nuestro propósito común y de los pensamientos y sentimientos del otro.

Cuando describí este modelo de autoridad en una compañía, un gerente me preguntó: “¿Pero quién toma las decisiones difíciles?”. La pregunta implicaba un difundido modelo mental sobre decisiones difíciles: como suponen efectos dolorosos (que a menudo incluyen despidos, recortes salariales y descensos de categoría), un equipo es incapaz de comprenderlas, y mucho menos de tomarlas. Yo propongo otro modelo mental: como estas decisiones son tan críticas, y afectan a tanta gente, es perentorio que participen las personas que resultarán afectadas o serán responsables. ¿Cómo se asegura la honestidad de los que toman las decisiones? Garantizando que todos tengan en cuenta las implicancias de largo plazo, impidiendo el predominio de los intereses personales y compartiendo una información precisa y completa.

Sé de un banco que aprendió los beneficios de la autoridad compartida cuando la cajera de una apartada sucursal, a solas un viernes por la noche, se quedó sin cambio treinta y cinco minutos antes de cerrar. Mientras una larga fila de personas aguardaba para cobrar sus cheques del sueldo, comenzó a redondear sus desembolsos hasta un dólar. Cuando se quedó sin billetes de un dólar, los redondeó hasta cinco. Incluso llegó a redondear hasta los próximos diez antes de cerrar la ventanilla. Cuando el supervisor contó el dinero, la cajera había entregado 320 dólares de más. Pero el banco estima que esa noche ganó cien clientes nuevos a través de las referencias. La cajera no temía represalias; más aún, el banco la señaló como una heroína.

Cuando un grupo comienza a compartir la autoridad, la intimidad adquiere un valor añadido: crea la atmósfera para respaldar decisiones difíciles en momentos difíciles.

Fragmentos extraídos de: La quinta disciplina en la práctica, de Peter Senge.